Manco Cápac, capitalismo andino

Manco Capac powerful chief

Dice el crítico Emilio Bustamante en una entrevista reciente, que en los últimos 5 años el cine regional (que ya cumplió un cuarto de siglo desde la aparición de Lágrimas de fuego (1996)) ha ganado el respeto de la crítica y la academia. Se ha incrementado, dice el crítico, el cine de autor y decrecido la producción de películas de género. Es una buena noticia, claro, pero quizás haya también un resto que lamentar en ese proceso de maduración, pues las películas artesanales, imperfectas, pero que lograban una intensa conexión con el público local, eran lo característico del cine regional; y las películas que ganan premios y festivales e impresionan a la crítica no suelen atraer grandes audiencias. Entre las muestras de ese cine regional «de prestigio» pueden mencionarse a Wiñaypacha (del tempranamente fallecido director puneño Oscar Catacora: una enorme pérdida para el cine regional y peruano), Casos complejos (Omar Forero, Trujillo), En medio del laberinto (Salomón Pérez, Trujillo), La cantera (Miguel Barreda, Arequipa) y, por supuesto, también Manco Cápac.

Manco Cápac es una película minimalista con un argumento sencillo: Elisbán llega a la ciudad de Puno con solo un sol en el bolsillo y una promesa de trabajo de un amigo que pronto se descubre ausente. Debe, entonces, sobrevivir, y pasa toda la película deambulando por la ciudad y empleándose en diversos oficios que, en el mejor de los casos, le permiten unas cuantas monedas para comer. La simplicidad de la trama permite que aflore la profundidad de las situaciones que atraviesa el personaje; el vagabundeo y la inestabilidad laboral permite mostrar una multiplicidad de personajes y componer un fresco social bastante completo. Menos es más, como lo descubrió el neorrealismo italiano y en particular el cine de Michelangelo Antonioni, con quien acertadamente vincula el crítico Sebastián Pimentel a Henry Vallejo, aunque podría agregarse varios ejemplos muy sólidos en este registro minimalista dentro del cine latinoamericano contemporáneo: Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Carlos Reygadas, entre otros; e incluso dentro del cine peruano: Wi:k, Rosa Chumbe, las películas de Eduardo Quispe.

¿Cómo es, entonces, este mural que compone Henry Vallejo? ¿Cómo es el Puno actual presentado por la película? Es una ciudad andina, pero con «andino» no hay que entender ni un mayor apego a los valores tradicionales, ni un ritmo de vida apacible, ni mucho menos un espacio idílico de comunión con la naturaleza. A sus casi 4000 metros de altura, Puno es una urbe que puede conservar algunas construcciones coloniales y pocos edificios, pero su dinámica interna, económica y social, no se diferencia casi en nada de la monstruosa Lima. La ciudad está totalmente imbuida del espíritu del capitalismo, con su búsqueda del interés propio y la ganancia por sobre todas las cosas, con su indiferencia -cuando no aprovechamiento y explotación- hacia el marginal, con su fingida amabilidad hacia el «casero» que rápidamente se trueca en desprecio cuando se descubre que se trata de un pedigüeño. Elisbán va de tropiezo en tropiezo, de mal trato en abuso, porque la amabilidad y el buen trato son también servicios que solo se pueden adquirir con dinero. Como dice Zoraida Rengifo en su análisis de la película: «En una sociedad mercantil, el valor recae en lo que se tiene y si no se tiene nada, el valor de la persona no existe. No vales nada. El valor del mercado está por encima del mismo ser humano.»

Un aspecto interesante en este punto es que la discriminación no se alinea exactamente con el racismo. Es cierto que algunos personajes discriminadores, como el vendedor de boletos en el terminal o el empresario sinvergüenza que lo lleva a cavar una zanja y nunca regresa a recogerlo y pagarle, son blancos; pero otros, como el vendedor de celulares o el de ropa, son mestizos, y su trato no es más amable. Tampoco se alinea con la economía formal e informal, pues la película muestra dos circuitos económicos en la ciudad: uno formal, orientado sobre todo al turismo y concentrado en las pocas cuadras del pasaje Lima; y otro informal, para el público local, con puestos de comida, venta de ropa en la calle, etc. Los dos funcionan de forma independiente y hasta inconexa (no se puede pagar con dólares en un carro emolientero, como intenta Elisbán), pero ambos están imbuidos del mismo espíritu capitalista. El reproche burlón del vendedor de ropa que tiene su mercadería en un plástico tendido en la pista («¿Cuándo has visto trueque en la ciudad, qué crees, que estás en el campo, o qué?») es un buen ejemplo de ello. Quizás la única diferencia está en que el circuito formal genera una mayor plusvalía, pues tanto el vendedor de pasajes como el cajero del restaurante (al que acude Elisbán en su intento de cobrar su deuda por la zanja), parecen sumamente ocupados en transcribir facturas o en sacar cuentas con la calculadora.

¿Existe algún punto de quiebre o de fuga de este sistema insolidario y casi inhumano? Creemos que existen tres, los dos primeros fallidos, y el tercero exitoso.

La primera línea de fuga es la fiesta. Desde el inicio de la película observamos que la ciudad se encuentra en tiempo de festividades (probablemente las fiestas de la Candelaria, famosas en Puno) y en varios momentos, nos detenemos, con Elisbán, a observar las comparsas, los bailes, y también las procesiones. Ya había observado Bajtín, en su estudio clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, que el carnaval es un momento de suspensión, y hasta inversión y subversión, del orden habitual y de las jerarquías sociales. Pero esto es, en esta película, una pura apariencia. Es cierto que la música y el baile son un desgaste de energía que no tiene valor económico (pues se realizan en las calles de la ciudad). Pero, en primer lugar, no detienen el circuito económico formal ni el informal, que siguen funcionando con los mismos principios despiadados, como vimos. En segundo lugar, para poder acceder a este circuito de «entretenimiento» hay que pertenecer, primero, al circuito de producción. Una escena que ejemplifica esto es cuando el empresario interpretado por Mario Velásquez está tomando cerveza con dos bailarinas e intentando seducirlas. La fiesta parece democrática y abierta a todos, pero el que no tiene para comer tampoco puede pensar en divertirse.

La segunda línea de fuga, un poco más promisoria, son los afectos. Esto se desarrolla sobre todo en la relación entre Elisbán y la señora que vende comida, y que, al ver su desamparo, le ofrece un plato de sopa por el único sol que tiene, y además le habla en quechua, su lengua materna, lengua que le permite entrar al terreno de las confesiones y conversar sobre la muerte de su madre y el abandono de su padre. Pero los afectos son terreno precario y ambivalente. A la tercera o cuarta vez que acude al lugar, luego de sus desencuentros laborales, la misma señora lo recibe de manera dura y fría («¡Ya pareces mi pensionado!») y termina botándolo, reservándose además el uso del quechua para lanzarle las frases más hirientes. Esta ambivalencia afectiva se presenta también en otros personajes, como la dueña de la casa donde vive su amigo Hermógenes (al que nunca llega a encontrar) que lo trata a veces de manera seca y despectiva y otras se muestra acogedora y amable. La afectividad es un refugio, pero solo temporal y que de ningún modo logra quebrar el orden férreo del capitalismo. «Cuando encuentres trabajo, allí estaré contenta», le dice a Elisbán la señora del mercado.

Finalmente, la tercera línea de fuga, la única que permite una salida viable, es el arte. Nos concentraremos en dos escenas. En la primera, Elisbán llega, en medio de su deambular, ya por la noche, al parque Pino y observa allí a un artista callejero, con rasgos extranjeros, que con un traje de arlequín o bufón y un acordeón, despliega su arte y recibe unas monedas. El rostro de Elisbán se ilumina con una sonrisa. Monedas a cambio de talento artístico: esta es la forma de generar una economía basada no en el interés, sino en el desinterés; no en la circulación del capital, sino en la solidaridad. En la segunda escena, Elisbán, que ha ido a buscar nuevas opciones de trabajo en una pared donde se suelen colocar anuncios, encuentra en un poste un aviso para un casting. En un juego metatextual notable, es el casting para la misma película que estamos viendo y el personaje que están buscando es al mismo Elisbán. Elisbán, podemos pensar, podrá cambiar su situación interpretándose a sí mismo en esta película. Por último, el final de la película, en el que no queremos entrar en detalles por no anticipar una resolución en verdad notable de la trama, también va por esta vía. Solo diremos que con los desechos de la economía capitalista, se logra plasmar el producto artístico, que es también, el descubrimiento de una identidad y de una posibilidad de realización en un mundo, por demás, implacable.

Manco Cápac, de Henry Vallejo es, como ha reconocido la crítica, una de las mejores películas que ha producido no ya el cine regional, sino el cine peruano, en los últimos años. Ofrece un retrato crítico de su medio, lejos de la idealización y la postal, pues esta es la forma de conectar con situaciones humanas comunes en nuestro mundo globalizado y capitalista. Ya lo había dicho Tolstoi: «Describe tu aldea y serás universal».

Publicado en Cine | Etiquetado , , , | Deja un comentario

Entre Perú y Canadá: Norte y La bronca

Image result for norte fabrizio

Image result for la bronca

Por una extraña coincidencia, el año pasado se estrenaron, con solo un mes de diferencia, dos películas peruanas ambientadas en el extranjero; es más, ambientadas en el mismo país: Canadá. En ambas películas (casi) ni un solo fotograma muestra imágenes del Perú; sin embargo, también en ambas el Perú es lo que conforma a los personajes, moldea su carácter, tiñe su forma de hablar y su sentido del humor: el Perú está siempre al centro del conflicto. Norte, cuarta película de Fabrizio Aguilar (Paloma de papel, Tarata, Lima 13) se estrenó el 5 de setiembre y duró dos semanas en cartelera, para indignación del director, quien había decidido en este caso realizar la distribución de su propia película directamente con los exhibidores (no le fue muy bien, pero invertir en una distribuidora no garantiza para nada que le vaya mejor, como explica Mónica Delgado). La bronca, tercera película de los hermanos Vega (Octubre, El mudo) se estrenó el 17 de octubre y tampoco permaneció más tiempo en las pantallas. Pero este pobre destino no es compartido solamente por estas dos películas, sino por la mayoría de aquellas que se apartan del género comedia y que revisten algún interés más allá del entretenimiento inmediato y la ingestión masiva de popcorn. El problema de la exhibición del cine nacional es la lucha -y frustración- constante de los cineastas y no ha sido resuelto en absoluto por la nueva ley de cine.

Ambas películas, además, tienen como eje central la relación padre-hijo. En Norte, Alberto, un joven arqueólogo, regresa al país del que decidió irse años atrás -y en el que se quedó el resto de su familia- debido a una entrevista de trabajo en una universidad. Tres años después de la muerte de su madre -de quien no llegó a despedirse- debe confrontar a sus dos hermanos menores y especialmente a su padre, con quien se establece desde el comienzo una tensión dramática. En La bronca, Roberto es un adolescente quien, ante la situación crítica que vive el país (la película se ambienta en 1991) y debido también a sus dificultades escolares, es enviado con su padre, quien ha formado una nueva familia en Canadá.

Podríamos señalar incluso otros puntos de coincidencia, pero ambas películas presentan también una diferencia importante en el estilo de la narración. Basada en la obra de teatro «Newmarket», de Jorge Castro, quien también escribió el guion de la película, Norte opta por un registro teatral en la elección de varios de sus recursos, desde el intertexto con Death of a salesman (el clásico de Arthur Miller que también aborda la relación padre-hijo), hasta los diálogos que van en crescendo dramático abordando los puntos de conflicto entre los personajes hasta llegar a la confrontación final. La bronca, en cambio, opta por soluciones que podríamos llamar cinematográficas, con tiempos muertos, planos más abiertos, diálogos más anodinos y naturales, irresolución de varios puntos que la trama prefiere dejar abiertos, y una tensión asolapada pero siempre presente y cuyo brutal estallido hacia el final puede quizás sorprender a algunos espectadores distraídos.

Muchas cosas interesantes se podrían señalar sobre los personajes y sus relaciones, sobre sus técnicas visuales y narrativas, pero en este caso quiero enfocarme en un solo punto. Si las películas hablan sobre el Perú, ¿cuál es el Perú que muestran desde el extranjero? Complementariamente, ¿Cómo es para ellos Canadá, el país en que ahora se encuentran?

El Perú que muestran no es el de ahora, sino el de inicios de los 90, es decir, el país en crisis económica y en guerra civil. El contexto de la violencia política no es tan claro en Norte, en donde la dinámica de los personajes obedece más a sus relaciones interpersonales que al contexto social en el que habitan. Hay sin embargo una referencia clara, cuando Alberto, intentando hacer un chiste, llama «zona liberada» al traspatio de la casa en donde fuma sus cigarrillos desafiando al frío, a veces con la compañía -y complicidad- de su cuñada Sophie. Al intentar explicar qué era una zona liberada en el Perú de los 80, Alberto se enreda con sus palabras y finalmente desiste, aceptando la denominación de Sophie, que prefiere llamarle, llanamemente, «smoking section». Pero no necesita explicar nada porque el público al que está dirigido el film capta perfectamente la alusión. Con esta única referencia, aunada al oficio de Alberto, pues de desenterrar el pasado se trata, la película logra evocar eficientemente una época que los peruanos no hemos olvidado.

En La bronca, las alusiones a ese contexto son más numerosas. En la llamada telefónica de Roberto a su madre, de quien solo escuchamos su voz, aprendemos que la familia paga cupos a los subversivos. La madre considera afortunado a su hijo por haber escapado de tan agobiante contexto («Qué bueno que te fuiste, hijo»). Además se muestra preocupada por la imagen negativa del país en el extranjero («Y qué noticias llegarán allá, horribles seguro»). Sin embargo Roberto le replica: «Nadie sabe lo que pasa en el Perú, mamá. Acá la gente está en otra.». Este diálogo es un gran acierto, pues refleja la distorsión entre lo que pensamos que es la imagen de nuestro país en el exterior -con un secreto y paradójico orgullo para los peruanos de los 80 y 90 por los niveles de caos y violencia que tendrían que haber suscitado la atención mundial- y la modesta realidad de un profundo desconocimiento, y más aún, desinterés, por nuestro país, como habrá comprobado cualquier peruano de esa época que haya pasado una temporada en los países «desarrollados».  Pero la madre se equivoca cuando cree que solamente con estar fuera su hijo está a salvo de la violencia que oprime al país. Roberto ha aprendido a vivir alrededor de la violencia y la lleva por dentro, esa es la bronca a la que alude el título, esa sensación de malestar permanente, de molestia contra todo y todos, de ganas de estallar. Ya desde la secuencia de inicio, en la que vemos al personaje empeñado en usar su fuerza para sacar el cartel de un paradero que luego colocará en su cuarto, entendemos que se siente perturbado y con ganas de quebrar los límites de lo permitido. Su entrenamiento con la perilla de boxeo para «relajarse», su brusca y desproporcionada reacción ante cualquier situación mínima de conflicto (la escena en casa de Michelle), nos llevarán hasta el estallido final, al que también alude el título de la película. Finalmente, la violencia política retorna en la última parte en forma de delirio, el delirio de Toño (el amigo peruano de su padre que vive en su casa) que enuncia en forma incoherente algunas de las prácticas terroríficas que se suscitaron durante la guerra interna.

Pero además de la violencia política, ambas películas también someten a juicio algunos aspectos de la idiosincracia nacional, particularmente limeña. En Norte, Alberto le dice a su hermano Gonzalo: «Tú te crees muy canadiense, pero eres más limeñito de lo que crees». Esto después de que Gonzalo lo moleste como homosexual («pussy») por el hecho de saber cocinar. Y el espectador está tentado de darle la razón a Alberto. Después de 20 años en el país, Gonzalo no logra dominar el inglés, como se lo hace notar su hermano menor, Daniel, (el otro extremo, pues casi no habla español) y está condenado al subempleo de limpiar la nieve con su camioneta quitanieves («Pobre chico, tiene un trabajo de mierda», sentencia el padre). Sin haberse integrado a la sociedad canadiense, a pesar de haberse casado con una «gringa» de allá, Gonzalo mantiene incólumes varios de sus prejuicios de género y de raza, como el considerar una hazaña -si bien no excesivamente difícil- agarrarse una gringa, según le explica a su hermano en el restaurante mientras su esposa está en el baño.

En La bronca, el padre, que incluso ha cambiado su nombre de Roberto a Bob (posible alusión a «Alienación» de Ribeyro), parece plenamente integrado a la sociedad canadiense. Es el tipo de inmigrante que ha cortado toda amarra con su país y le resulta simplemente inimaginable la posibilidad de volver al Perú. Se ha casado con una canadiense -que por otra sorprendente coincidencia también se llama Sophie- y ha emprendido su propio negocio de venta de filtros de pantalla para computadoras. ¿Ha conseguido Bob Martínez el sueño americano (o en este caso, canadiense)? No del todo, pues pronto se empiezan a ver algunas resquebrajaduras. La casa en que viven pertenece al padre de Sophie, que les deja vivir en ella como un favor; todos sus ahorros están invertidos en el negocio y este no prospera; Sophie se encuentra sin trabajo. Pese a todo, el optimismo de Bob es incombustible, y este se fundamenta en buena medida en el convencimiento de estar en un lugar mejor que el que dejó atrás («Acá es bacán, ya vas a ver», le dice a su hijo). Su valoración del sistema canadiense parte de la igualdad de oportunidades y el funcionamiento de las normas («Acá no es como en el Perú, que todo se arregla con plata»). Paradójicamente, esta conciencia lo lleva a la crueldad y la indolencia. Su temor a ser culpabilizado por un sistema que no permite la impunidad le quita la posibilidad de revertir su error y lo convierte en un criminal. La integración de Bob al sistema canadiense es solo para gozar de sus beneficios, ya que no está dispuesto a asumir las responsabilidades que acarrea ser parte de esa sociedad cuando se cometen errores. Como Gonzalo, quizás es más limeñito de lo que cree.

Una última observación sobre la representación de Canadá en ambas películas. Coinciden en el tipo de paisaje, pues en ambas se muestra el invierno, con abundante nieve, de innegable belleza visual. La nieve y el frío son también metáforas del ensimismamiento de los personajes en ambas películas. ¿Pero cómo es la ciudad? En Norte, se aprecia la ciudad de Toronto. Desde la secuencia inicial de la película que muestra imágenes de un recorrido en auto desde el aeropuerto hasta la casa del padre, captamos la dimensión y coordenadas de la ciudad. La Universidad de Toronto y sus edificios señoriales, la parada del tren, los barrios comerciales son otros espacios que aparecen brevemente pero que comunican la idea de que la familia vive integrada a la vida de la ciudad. En La bronca, en cambio, nunca llegamos a ver Montreal. La ciudad aparece por fragmentos inconexos y pocos travelling que permitan recorrer el espacio, pese a que la película fue filmada integramente con cámara en mano. Lo poco que llegamos a observar son casas, barrios residenciales de casas casi muertas o deshabitadas, pues nunca vemos a los vecinos realizando sus actividades cotidianas o protestando por el ruido o las acciones de los personajes. Canadá en esta película es un país congelado, en el que cada individuo permanece en su aislado en su reducto y no se genera un tejido social. La Canadá de Norte no es tan diferente, pues si bien se muestra un espacio articulado, las interacciones sociales son superficiales y los personajes también se encuentran aislados en última instancia.

Tal parece que, como dijo alguna vez Vargas Llosa, ser peruano es una suerte de fatalidad que nunca dejará de acecharnos, dondequiera que estemos. Y qué bueno que el cine peruano empiece a alimentarse de otros espacios, de otros registros y contextos para expresar esa condición inevitable. Porque para entender el Perú no es necesario mostrar la gastronomía o los bailes, sino mirarnos a nosotros mismos.

Publicado en Cine | Etiquetado , , , | Deja un comentario

Retablo

retablo

El retablo

Para Álvaro Delgado Aparicio, director de la película, un retablo es un portal a otro mundo. Como lo es el cine, podríamos agregar. Y en verdad la película aprovecha al máximo las posibilidades expresivas de esta compleja pieza de artesanía ayacuchana,  la cual conjuga varios niveles y un gran número de figurillas. Además de su complejidad formal, el retablo es un tipo de artesanía que no solamente replica una tradición previa, sino que también se abre a las transformaciones sociales, como los famosos retablos de la época de la violencia política, que recogen en sus escenas la brutalidad del momento.

La película muestra no solamente el proceso de fabricación de las cajas, la masa y el moldeado de las figurillas, sino también -sobre todo- el circuito económico social en que se inserta la producción de esta artesanía. Si bien el retablo puede haberse convertido en parte en un producto para turistas, no ha perdido sus profundos vínculos con la comunidad. Los retablos pequeñitos y medianos se venden en tiendas de artesanías de la ciudad; la película traza las conexiones entre el artesano y el comerciante, el pueblo apartado y la ciudad tumultuosa, así como presenta la economía de reciclaje -de cajones de fruta- con la que el artesano consigue la materia prima para sus cajas pintadas. Pero los proyectos más valiosos son los retablos gigantes encargados por una familia o una iglesia que se celebran con una fiesta y se integran a la vida del pueblo.

La película sabe replicar a nivel formal este motivo temático. Como han señalado agudamente algunos críticos, la cinta usa (para Ricardo Bedoya abusa) preferentemente encuadres enmarcados (a través de ventanas, puertas, pasillos, etc.) para replicar la estructura geométrica del retablo. La escena en la que el hijo descubre el secreto del padre -que develaremos enseguida- es una escena así enmarcada y distanciada por un vidrio. Y es poética, delirante y festiva la escena en que un retablo viviente (con personas inmóviles) cobra en efecto vida para dar paso a una procesión carnavalesca de infinitos danzantes, trajes y máscaras.

El secreto (spoilers here)

No es otro que la homosexualidad del padre. Es curiosa su condición de secreto, pues si bien la trama se cuida muy bien de revelar cualquier cosa hasta la mitad de la película, para que el espectador se sorprenda tanto como el protagonista, la estrategia de promoción del film -incluyendo su presentación en festivales- destaca el hecho de explorar la diversidad sexual en un mundo cerrado a tales prácticas, como el andino. De hecho, en ello está la clave de su éxito en festivales internacionales y del número de premios que ha cosechado: porque en una sociedad en donde la homosexualidad está normalizada y la familia gay instituida, causa sorpresa y simpatía la lucha por la tolerancia en lugares «atrasados». El tema LGBT se presta para el desarrollo drámatico en Latinomérica (y su reconocimiento en la metrópoli, como en el Oscar para la chilena Una mujer fantástica), mientras que en Europa y EE.UU. ya casi no hay drama, porque no hay oposición. Un ejemplo de ello podría ser Call me by your name, supuestamente situada en una época anterior a la normalización, cuando el mundo aún no comprendía el amor gay, pero la única oposición que encuentran los protagonistas es la de sus propios titubeos y vacilaciones. Otro ejemplo intermedio puede ser la peruana-estadounidense -el director Carlos Ciurlizza se formó en EE.UU.- Sebastián (estrenada comercialmente en Lima hace un par de años) en donde la lucha contra el ambiente intolerante (Chiclayo en este caso) no es drama suficiente y se le agrega una complicación de infidelidad bisexual (el protagonista engaña a su esposo con una enamorada de su juventud).

En Retablo el asunto está estupendamente bien dramatizado, pues además del problema de la intolerancia, se agrega el de la filiación y el legado. La transmisión del oficio de retablista, el legado cultural es lo que se quiebra primero por el descubrimiento del secreto, que hace que Segundo (interesante nombre que refuerza la idea de filiación y herencia cultural) busque distanciarse de su padre Noé (nombre que remite a tiempos antiguos y un legado ancestral), al que había estado muy apegado; y luego por la intolerancia social, cuando el secreto se hace público y Noé es duramente golpeado por los vecinos (aquí podríamos recordar El pecado, del ayacuchano Palito Ortega, una penosa caracterización de una transexual que es golpeada con saña y sin piedad por su familia, vecinos, clientes, extraños o cualquier transeúnte de principio a fin de la película). Al final, Segundo se muestra más sereno que su madre, (quien no puede tolerar el secreto y destruye todo el trabajo del taller), y conserva el legado. Intenta animar a su padre a retomar el trabajo, instalarse en otro lugar, pero Noé no puede superar su propia tragedia y vergüenza y se mata. Su hijo lo entierra y le rinde tributo con un retablo pequeño que recoge la escena de ellos mismos en el aprendizaje del taller. Un final trágico, pero con un rayo de esperanza. En verdad parece que en el mundo andino la homosexualidad aún es un tema tabú y muy beneficiosas son películas como esta que pueden ayudar a abrir las ventanas y las puertas a los vientos actuales de tolerancia.

Publicado en Cine | Etiquetado , , , | Deja un comentario

El dinero en Dostoievski

Caricatura-de-Dostoievski-1935

El realismo literario surge en el siglo XIX bajo la influencia del positivismo, pensamiento que busca una comprensión objetiva y científica de la realidad. En la literatura, el escritor se convierte en un observador de la sociedad, alguien que describe sus diferentes estratos, costumbres y vicios. Incluso, en los extremos del naturalismo, la novela puede concebirse como una especie de laboratorio en el que se colocan personajes para observar sus reacciones, de forma no demasiado diferente al de un laborario químico con sus elementos y reactivos. Roland Barthes ha observado, además, que el efecto de realidad en buena parte se desprende de la inclusión de detalles aparentemente irrelevantes o que no son funcionales al desarrollo de la trama, como la descripción de mobiliario, indumentaria o nombres de calles que el lector es capaz de identificar. Los objetos garantizan la equivalencia entre la realidad ficcional y la del lector. Pero los objetos tienen un medio universal de intercambio y valor: el dinero. En realidad, sería imposible explicar una sociedad capitalista y burguesa como la que habitaban y describían los escritores europeos del XIX sin aludir a las relaciones económicas que existen entre los individuos. Por eso, en las novelas de Balzac, por ejemplo, las transacciones económicas, las deudas y las cuentas cumplen un papel importante y pueden incluso abarcar varias páginas en algunas novelas. En Flaubert, podemos recordar al personaje del prestamista Lehreux en Madame Bovary, quien hábilmente pone a disposición de Emma las telas, joyas y objetos que ella necesita para avivar su pasión, así como dinero en efectivo, todo lo cual terminará por llevarla a la ruina económica, uno de los acicates de su suicidio al final de la obra.

En Rusia, el realismo también prosperará aunque con particularidades propias. Uno de sus grandes autores es Fiodor Dostoievski, quien incorpora una profunda introspección psicológica de sus personajes, que el crítico Mijaíl Bajtín ha calificado como novela polifónica. Con ello, complementa el materialismo propio del realismo con un espiritualismo que expresa las preocupaciones trascendentales del autor, preocupado en las cuestiones fundamentales de la fe y la moral. Esta contraposición entre la descripción del ambiente material, y el trascendentalismo propio del novelista ruso, genera un rol paradójico del dinero en sus novelas, al que queremos aproximarnos en este post.

Como en el realismo en general, el dinero -y sobre todo su escasez y falta- sirve para caracterizar a los personajes como pertenecientes a determinada clase social. Si bien Dostoievski, como buen escritor realista, describe a todas las clases sociales, tiene particular afección por las clases media-bajas y bajas. La pobreza no es otra cosa que privaciones y economías, la falta de dinero corta las posibilidades de los personajes. En ese contexto se enmarca una frase suya sobre el tema, proveniente de La casa de los muertos:

“El dinero es libertad acuñada, y por ello diez veces más querido al hombre que está privado de libertad. Si el dinero está sonando en su bosillo, ya queda medio consolado, aunque no pueda gastarlo. Pero el dinero siempre y en todo lugar se puede gastar, y, más aún, la fruta prohibida es la más dulce de todas».

«Aunque no pueda gastarlo», dice Dostoievskyi y luego recuerda que «el dinero siempre y en todo lugar se puede gastar». ¿Quién podría tener dinero y no gastarlo? ¿Quién cometería este absurdo en el mundo capitalista? Pues, muchos de los personajes de las novelas de Dostoievsky. Y la paradoja es esta: Aunque el dinero tiene para ellos un atractivo irresistible y es móvil suficiente para cometer actos abyectos, su atractivo se consume con la obtención del dinero, pues raramente se gasta, raramente se patentiza esa libertad acuñada en las monedas. Citaremos de ello dos ejemplos.

En Crimen y castigo, el protagonista Raskolnikov mata a una vieja usurera para probar sus teorías sobre el superhombre (homicidio moral y filosófico), pero el móvil inmediato, y que cualquier penalista reconocería en la novela, es el robo. Raskolnikov no solamente ha tenido que interrumpir sus estudios de derecho por su falta de recursos, sino que está agobiado por deudas de todo tipo, viste ropas raídas y pasa hambre. A pesar de ello, una vez cometido el crimen, ocultará el botín (que incluía joyas y dinero en efectivo) bajo una tabla de su habitación y allí permanecerá hasta el final de la novela. Nunca saca un billete para pagar su alquiler, buscar otro cuarto o comprarse un abrigo cálido para el invierno moscovita, tampoco para auxiliar a su familia que también habita en la precariedad.

En El idiota, Nastassia Filipovna, suerte de mujer fatal, recibe una oferta de 100,000 rublos de parte de Rogojin, un rico comerciante, para casarse con él. A esto cabría agregar que se trata de una cantidad inaudita y casi inimaginable de dinero, pues 3,000 rublos constituyen la fortuna, comentada y envidiada por todos, de uno de los hermanos Karamazov, estimada por un usuario de Qora en $500 000 dólares actuales. Para conseguir esta cifra astronómica, Rogojin recauda sus recursos y se endeuda con cuanto prestamista existe, consigue el dinero en efectivo, lo envuelve en un enorme paquete con tapas de cuero y se lo entrega a Nastassia Filipovna. Esta, curiosamente por decir lo menos, acepta escapar con él pero rechaza el dinero, y lo arroja al fuego, pronunciando luego la sentencia de que solo Gania, uno de sus pretendientes, tiene derecho a chamuscarse las manos para tratar de rescatar el paquete. Este, en un arranque de dignidad, aunque antes ha mostrado ser la codicia el principal móvil de sus acciones, intenta retirarse pero cae desvanecido por la impresión. La dama ordena entonces apagar el fuego, y para alivio de todos, los billetes en su mayor parte no se han estropeado, protegidos por el cuero y el envoltorio. Nastassia nuevamente rehúsa cargar con el paquete y ordena que se le entregue a Gania la suma al día siguiente, por haber resistido la tentación de humillarse por ella.

Como vemos, hay un rechazo implícito o explícito al dinero, al mismo tiempo que se le busca. Es un dinero que no genera economía, que no circula, que no teje intercambios y relaciones. Es un dinero reducido a su papel de identificativo de clase social y, sobre todo, simbólico. Por eso, en Dostoievski el dinero se transmite principalmente a través de la herencia: un golpe de fortuna que súbitamente vuelve ricos a los precarios, como le ocurre al príncipe Mishkin también en El idiota. O por supuesto, el golpe de fortuna literal, el del juego, que aquejó gravemente al autor ruso, como lo demuestra su novela El jugador, escrita además bajo presión de las deudas de juego. Porque en el juego, el dinero se tiene o no se tiene, se acumula y se pierde, pero nunca se gasta. El dinero que gana el jugador es más simbólico que real: por eso se acumulan fichas en la mayoría de casinos, y no directamente billetes o monedas.

El dinero en Dostoievski es, como todo lo demás, un absoluto. Algo que sirve para poner en evidencia el bien y el mal, para salvarse o envilecerse. Y en eso se distingue de sus pares europeos.

Publicado en Literatura | Etiquetado , , | Deja un comentario

Zama

zama.jpg

Lucrecia Martel es sin duda una de las más brillantes directoras de su generación, la cual incluye nombres tan notables como el de su compatriota Lisandro Alonso, o los mexicanos Carlos Reygadas y Amat Escalante, así como también Claudia Llosa, entre varios otros. Ellos han implantado un estilo de filmar que caracteriza a buena parte del cine latinoamericano de autor desde la última década del siglo pasado. Son relatos con conexiones causales distendidas, centradas en el transcurrir más que en el concatenarse, que piden percibir tanto como entender. Después de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza, y luego de un silencio de 9 años, nos entrega esta película, basada en la novela más importante de Antonio Di Benedetto, y cuya producción logró el épico esfuerzo de reunir a 16 compañías productoras independientes, incluyendo El Deseo, de los hermanos Almodóvar (lo cual la sacó de Cannes, pues Pedro fue jurado el 2017). Luego de exhibirse en Venecia (extrañamente fuera de concurso) y recoger la admiración de la crítica internacional, se estrenó en Argentina y logró la respetable cifra de 80 000 espectadores (¿Alguien sabe cuánto tuvo Aloft en nuestro país?).  Finalmente, para templar nuestro verano, se estrena en el Perú a comienzos del 2018, y, aunque sería imposible augurarle más de una semana, hay que celebrar su estreno comercial.

Zama es una película sobre la espera, que es por cierto, la actividad más cinematográfica, pues es lo que debe hacer la mayor parte del tiempo un director de cine. No han faltado las analogías entre Martel y su protagonista, especialmente por el tiempo transcurrido y por el fracaso de un proyecto previo, una adaptación de El Eternauta, novela gráfica de culto en Argentina.

Diego de Zama es el asesor letrado del gobernador en una colonia paraguaya del siglo XVIII. No tiene mucho que hacer allí, excepto esperar. ¿Qué espera? Una carta del rey que ordene su traslado a la ciudad de Lerma, en España, donde dejó a su familia. Con todas sus expectativas puestas en salir del lugar donde se encuentra, se parece a los peces que acompañan a los créditos iniciales de la película (que vienen después de varias escenas). Peces, se dice, empeñados en permanecer en la corriente que los expulsa, y por eso viven en las orillas. Zama es, por supuesto, la figura simétricamente inversa: el que se esfuerza por salir de un lugar que lo retiene. En vez de adaptarse al ambiente, se resiste a él. Carece pues de flexibilidad, y esa rigidez está indudablemente ligada a las políticas de la identidad. La trampa de la identidad, esa locura por ser alguien, el reconocimiento con el que la sociedad debe retribuir  de alguna manera (en este caso mediante el traslado). El único reconocimiento que obtiene Zama, que linda mas con la ironía sarcástica que con una verdad de leyenda,  es el de un niño oriental que viaja en una silla atada a las espaldas de un esclavo: “Don Diego de Zama, el que hizo justicia sin emplear la espada, un hombre de derecho, un juez, un hombre sin miedo”. Esa locura por ser alguien en una tierra que parece no reconocerlo.

El resultado de esta actitud es la decadencia. Mientras espera, Zama va perdiendo sus batallas. Se enfrasca en una riña en buena parte provocada por un irreverente colega suyo, y el gobernador decide «castigar» a su colega «deportándolo» precisamente a la ciudad que él ansiaba. Descubre que la dama española que frecuenta, y que alienta tanto como refrena sus avances, ya tenía intimidad con su rival. El gobernador lo expulsa de su cómoda residencia, retiene muchos de sus muebles y lo obliga a irse a una pensión de las afueras que él mismo, en su primera impresión, califica de pocilga. Como su identidad, sus posesiones son ilusorias. Incluso, la mujer india con la que tiene un hijo se niega a lavar sus camisas y le cobra por la comida que le prepara. Al final, como último recurso, se embarca en una expedición riesgosa y delirante, lo que cambia bastante el tono de la película en sus últimos 20 minutos.

Guy Lodge, de Variety, llama a Zama una «distopía colonial» y no le falta razón. Además de lo mencionado, la película muestra la sutil violencia del colonialismo. Los esclavos están allí, en su cotidianeidad, como parte del decorado, por ejemplo, en la casa de la dama española interpretada por Lola Dueñas. Don Diego no es ajeno a este sistema: admite que no se anima a «servirse» unas «mulatillas» porque no le gustan las negras; y, en otra escena, no contiene su mano cuando una de ellas lo incomoda. Por otro lado, esta civilización colonial parece frágil y endeble ante una naturaleza que se impone a los designios de los hombres. El paisaje de Zama no es inhóspito sino bello, colorido y lleno de una vida que irrumpe en las casas de la gobernación, como en  la escena de las termitas horadando el muro. Asimismo, la presencia de la llama y el caballo apoderándose de la cámara, mirando como testigos del fracaso y decadencia de Zama.

La última secuencia de la película, la expedición en busca del mítico bandido Vicuña Porto, es febril y se emparenta con la última parte de Apocalypsis Now. La sorpresiva revelación del bandido, los indios ciegos que caminan en la oscuridad y los indios pintados de rojo que capturan a los soldados son el preámbulo a un cierre de una violencia brutal pero que desemboca en una paradójica calma, que ya no tiene que ver con el tedio sino con la conservación de la vida. Una vez lejos los imperativos sociales y las presunciones de la identidad, la vida brota, incipiente, pero pura y persistente.

Publicado en Cine | Etiquetado , , , , | Deja un comentario